dilluns, 11 d’agost del 2014

No me arrepiento de nada

Desde la mujer que soy,
a veces me da por contemplar
aquellas que pude haber sido;
las mujeres primorosas,
hacendosas, buenas esposas,
dechado de virtudes,
que deseara mi madre. 
No sé por qué
la vida entera he pasado
rebelándome contra ellas.
Odio sus amenazas en mi cuerpo,
la culpa que sus vidas impecables,
por extraño maleficio,
me inspiran;
me rebelo contra sus buenos oficios,
los llantos nocturnos debajo de la almohada
a escondidas del esposo,
del pudor de la desnudez
bajo la planchada y almidonada ropa interior.
Estas mujeres, sin embargo,
me miran desde el interior de sus espejos;
levantan un dedo acusador
y, a veces, cedo a sus miradas de reproche
y quiero ganarme la aceptación universal,
ser la ”niña buena” , la “mujer decente” la Gioconda irreprochable.
Sacarme diez en conducta
con el partido, el estado, las amistades,
mi familia, mis hijos y todos los demás seres
que abundantes pueblan este mundo nuestro.
En esta contradicción invisible
entre lo que debió haber sido y lo que es,
he librado numerosas batallas mortales,
batallas inútiles de ellas contra mí
-ellas contra mí que soy yo misma-.
Con la “siquis adolorida” me despeino
transgrediendo maternos mandamientos,
desgarro adolorida y a trompicones a las mujeres internas
que, desde la infancia, me retuercen los ojos
porque no quepo en el molde perfecto de sus sueños,
porque me atrevo a ser esta loca, falible, tierna y vulnerable,
que se enamora como puta triste
de causas justas, hombres hermosos y palabras juguetonas.
Porque, de adulta, me atreví a vivir la niñez vedada
e hice el amor sobre escritorios en horas de oficina
y rompí lazos inviolables
y me atreví a gozar
el cuerpo sano y sinuoso con que los genes
de todos mis ancestros me dotaron.
No culpo a nadie. Más bien les agradezco los dones.
No me arrepiento de nada, como dijo la Edith Piaf.
Pero en los pozos oscuros en que me hundo,
cuando, en las mañanas, no más abrir los ojos,
siento las lágrimas pujando a pesar de felicidad
que he conquistado finalmente
rompiendo estratos y capas de roca terciaria y cuaternaria,
veo a mis otras mujeres sentadas en el vestíbulo,
mirándome con sus ojos dolidos
y me culpo por la felicidad.

Impertérritas "niñas buenas" me circundan
y danzan sus canciones infantiles contra mí;
contra esta mujer
hecha y derecha,
plena.
Esta mujer de pechos en pecho
y caderas anchas
que, por mi madre y contra ella,
me gusta ser. 

-Gioconda Belli- de "El ojo de la  mujer"



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